📸 Instantánea #3: ¿El Arte se Hace con las Manos o con la Cabeza?
Entre Obras y Contratos: Desentrañando las Dinámicas Laborales en el Arte Contemporáneo
¡Buen lunes a todos! Espero que se encuentren bien. Esta entrega de Instantáneas me agarra un poco desprevenida, pero estaba ansiosa por compartir con ustedes algunas reflexiones que no podían esperar. Seguramente, este tema resonará con muchos de ustedes, especialmente con quienes anduvieron por acá cuando analicé los resultados de la encuesta “Cómo trabajan los artistas hoy”. Pero si no, las pueden visitar en los siguientes links:
Una vez más, nos encontramos navegando las aguas a menudo turbulentas de la precariedad, la percepción del trabajo artístico, y las dinámicas que moldean nuestro entorno cultural. Así que sin más preámbulos, te invito a recorrer conmigo estas reflexiones que, espero, abrirán más diálogos que puertas.
¿El arte se hace con las manos o con la cabeza?
Hace unos días tuve un ida y vuelta en los comentarios que me dejó dando vueltas una idea que todos en algún momento nos preguntamos: ¿cómo percibimos realmente el trabajo artístico dentro de la industria del arte?
El disparador fue mi visita al taller de Nicola Costantino. Entrar ahí fue como caer en la fábrica de Willy Wonka pero en versión artística: fotografía por acá, esculturas por allá, cerámicas coleccionables y daban ganas de llevarse hasta las baldosas. Un universo en donde múltiples técnicas, materiales y disciplinas conviven alegremente (o no tan alegremente) bajo un mismo techo.
Pero, claro, cuando cualquier producción alcanza esa escala, es habitual (y lógico) que intervengan especialistas y asistentes en ciertas etapas. Entonces, en casos como estos aparece la pregunta filosa: ¿significa eso que el artista “no hace” su obra? ¿O que su verdadero talento está en ser los directores de una orquesta creativa mucho más grande?
Para pensarlo en serio: ¿el arte vive en las manos que ejecutan o en la cabeza que imagina?
En este ida y vuelta también me preguntaron quién elabora realmente ciertas piezas, y eso me hizo preguntarme algo que parece simple, pero no lo es tanto: ¿se refieren a la autoría conceptual o a quién las hizo materialmente? Porque ojo: no es lo mismo.
Esto tampoco es que sea un debate nuevo, eh. Andy Warhol tenía The Factory, Jeff Koons maneja equipos gigantes, y Damien Hirst ni te cuento… todos ellos trabajan con asistentes y especialistas. Y nadie duda de su autoría, ¿no?
Entonces, ¿por qué algunos artistas tienen carta blanca para trabajar así, mientras que a otros se les cuestiona hasta la firma cuando no son ellos quienes ponen la mano en cada pincelada o cada pieza de cerámica?

No tanto en este caso, pero otra cosa que me llama la atención es cómo algunas personas sacan estos temas, pero en lugar de poner todo claro sobre la mesa, prefieren soltar comentarios enigmáticos o con aire de misterio. Si hay algo para debatir, ¿no es mejor hacerlo con datos concretos y buenos argumentos en lugar de insinuaciones a medias?
Porque sí, debatir sobre las condiciones laborales en el mundo del arte es fundamental, pero hacerlo desde la construcción, no desde la provocación vacía.
Me interesaba saber qué opinan ustedes y por eso les pregunté: ¿Cómo ven estas tensiones entre autoría, trabajo en equipo y condiciones laborales en el arte? ¿Dónde se dibuja el límite entre artista y asistente? ¿Quién pone la firma y quién pone el cuerpo?
Varios de ustedes me dejaron sus puntos de vista sobre el tema sumando puntos muy interesantes al debate, y ahora el tema tiene más capas que una torta milhojas. Algunos mencionaron que en otros ámbitos culturales, como el cine, la música y hasta en la literatura, los roles están bastante más claros y aceptados.
En el cine, nadie cuestiona que un director no construya personalmente cada escenario ni maneje la cámara. Igual sabemos que la película es suya, porque su visión atraviesa todo. En la música tenemos bien separado quién compone, quién interpreta y quién produce. Y en la literatura, todos sabemos que detrás de un libro puede haber un editor que lo transformó hasta lo irreconocible, pero la tapa lleva la firma de quien lo escribió originalmente.
Entonces, ¿qué pasa con las artes visuales que esta división de roles hace tanto ruido?
Otra pregunta (bastante más picante) que surgió fue: ¿Por qué algunos artistas visibilizan claramente a sus equipos y los retribuyen abiertamente, mientras que otros parecen querer borrar toda huella? Ahí es donde la charla pasa de la autoría a algo más profundo y urgente: la ética laboral en el arte. Porque al final, ¿importa más saber “quién hizo qué” o cómo se trabaja con los demás?
Esta discusión sobre quién hace qué en el arte no se trata solo de reconocimiento simbólico o de firmar una obra: también es, inevitablemente, un tema de poder y acceso. Porque, siendo brutalmente honestos: no cualquiera puede darse el lujo de tercerizar la producción de su obra.
Para muchísimos artistas, hacer todo con sus propias manos no es una elección romántica en busca de autenticidad, sino pura y dura necesidad económica. Ni asistentes, ni talleristas, ni infraestructura: solo sus manos, sus recursos limitados y una dosis enorme de creatividad para resolver todo lo demás.
En este contexto, el famoso modelo del “artista-director”—ese que dirige un equipo de especialistas mientras supervisa todo desde arriba—se convierte en un privilegio que depende directamente del acceso a recursos, contactos y, sobre todo, legitimación dentro del circuito del arte.
Al final, entonces, este debate nos devuelve siempre a la misma pregunta incómoda:
¿Quiénes pueden darse el lujo de ser artistas que dirigen, y quiénes deben conformarse con ser artistas que ejecutan?
Quizás el corazón del asunto esté en cómo nos relacionamos con la materialidad de la obra. Todavía está instalado en el imaginario colectivo el cliché romántico del artista: ese “genio solitario” encerrado en su taller, con las manos cubiertas de pintura o arcilla. Pero siendo honestos, desde el Renacimiento hasta hoy, los artistas vienen trabajando con asistentes, equipos y talleres completos.
Al final, lo que importa no es solamente quién sostiene el pincel o golpea el cincel, sino quién imagina la obra, quién toma las decisiones creativas, quién dirige esa orquesta para que todo cobre sentido.
Y aun así, no podemos subestimar la ejecución. Hay artistas cuya identidad está íntimamente ligada a la destreza técnica y a la habilidad manual. Para otros, especialmente en el arte conceptual, la idea manda mucho más que quién la lleve a cabo físicamente.
Entonces, acá va la gran pregunta:
¿Dónde ponemos el valor? ¿En las manos que ejecutan o en la cabeza que imagina? ¿O es posible encontrar el equilibrio entre ambas?
La discusión sobre autoría en el arte visual suele tapar otra mucho más incómoda: la precarización del trabajo. Porque, seamos claros, no es lo mismo un artista que dirige un equipo de especialistas bien reconocidos y bien pagos, que otro que terceriza la producción con mano de obra barata y condiciones precarias.
Si miramos otras industrias culturales—cine, música, moda—hay sindicatos, contratos claros, escalas salariales definidas. Pero en las artes visuales muchas veces reina la ley del “todo vale”. Quienes trabajan en los talleres de grandes artistas rara vez aparecen nombrados en las exposiciones, y peor aún, en muchos casos tampoco reciben una paga justa.
Ahí es donde el debate deja de ser una cuestión solo de quién pone la firma y pasa a ser algo más urgente y ético:
¿Cómo se trabaja con los demás? ¿Se reconoce y valora realmente su aporte? ¿Se les paga dignamente?
Porque la colaboración en el arte no es un problema; la explotación sí.
Quizá sea hora de dejar de preguntar simplemente quién hace una obra, y empezar a ampliar la conversación hacia algo más profundo:
¿En qué condiciones se construyen realmente las obras dentro del sistema del arte? ¿Por qué aceptamos con tanta naturalidad que en este ambiente todo sea tan difuso y muchas veces injusto?
Si seguimos tirando del hilo, aparece otra pregunta clave: ¿Quién realmente puede permitirse el lujo de no producir su obra con sus propias manos? Porque, siendo francos, el modelo Warhol-Koons-Hirst no es algo aplicable a cualquier artista emergente que intenta abrirse paso sin un respaldo económico o institucional fuerte.
Esto nos lleva inevitablemente a otro interrogante incómodo: ¿Quién sostiene económicamente estos talleres gigantes? Muchas veces, detrás de un artista exitoso está todo un entramado económico del mercado del arte: galerías y coleccionistas que financian esos nombres ya consagrados y, así, perpetúan ciertos modelos de producción.
Pero… ¿qué pasa con quienes no tienen ese apoyo? ¿Cómo crecen en una industria que no ofrece términos medios entre ser un “genio solitario” y montar una especie de “fábrica de arte”?
Ahí es donde la precarización se hace más visible. Muchas veces, quienes ejecutan las obras de grandes nombres del arte contemporáneo son artistas más jóvenes que trabajan en sus talleres bajo condiciones poco claras (y todavía menos transparentes).
Algunos artistas tienen la ética de reconocer a sus equipos, pagarles bien y tratarlos como colaboradores reales. Otros, en cambio, simplemente los vuelven herramientas invisibles. Entonces, el punto no es solo debatir si está bien delegar la producción, sino en qué términos se hace.
Y acá es donde realmente está el núcleo de la conversación:
¿Cómo se fijan esos límites? ¿Dónde empieza y dónde termina la ética en esta relación?
Hay otro aspecto fascinante en esta discusión y es ese viejo mito del “genio creador”. Sabés de qué hablo: esa imagen del artista aislado, iluminado por un rayo de genialidad divina que crea solo desde la pura inspiración individual. Un cliché muy romántico, sí, pero… ¿sigue teniendo sentido en un mundo hiperconectado donde la creatividad y el conocimiento son cada vez más colectivos?
¿No sería más honesto y mucho más real hablar del arte como lo que es: un proceso construido en conjunto, donde diferentes roles pueden convivir perfectamente sin que eso quite legitimidad a quien propone la idea original?
Si en otras disciplinas como el cine, la música o la literatura existen estructuras claras para separar claramente idea y ejecución, ¿por qué en el arte visual seguimos sosteniendo tanta opacidad?
Quizá es momento de que el circuito del arte empiece a encarar esta conversación con transparencia. Que hablemos claramente sobre quiénes intervienen en la producción, que se reconozcan abiertamente los distintos niveles de trabajo y, sobre todo, que se garantice que quienes materializan las obras trabajen en condiciones dignas.
Porque, al final del día, la pregunta más importante no debería ser solo quién firma la obra, sino quién realmente se beneficia con su existencia.
Hacia un circuito artístico más justo (y menos humo)
Si hay algo que deja clarísimo todo este debate, es que el arte—como cualquier otra industria—tiene sus propias estructuras de poder, modelos productivos y dinámicas laborales que merecen ser cuestionadas en voz alta. No basta con discutir quién firma o quién ejecuta; es necesario ir más profundo: ¿en qué condiciones se produce realmente el arte? ¿Quiénes permanecen invisibles detrás del brillo de los grandes nombres?
Entonces, ¿qué podemos hacer concretamente para mejorar esta situación? Acá van algunas ideas para empezar a generar cambios reales:
1. Visibilizar y dar crédito a los equipos de producción:
Si el cine y la música pueden hacerlo, ¿por qué el arte visual no? Exhibiciones, catálogos y materiales deberían empezar a detallar quién hizo qué detrás de escena. Dar nombres y reconocer a quienes hicieron posible la obra es esencial.
2. Condiciones laborales dignas:
Que la producción artística no esté del todo regulada no es excusa para no tener estándares mínimos. Contratos claros, pagos justos y respeto por los derechos laborales tienen que ser la regla, no la excepción.
3. Abrir espacios reales de diálogo y transparencia:
La opacidad que domina el circuito del arte perpetúa desigualdades. Más charlas abiertas, más espacios para que artistas y colaboradores puedan compartir sus experiencias, y menos miedo a hablar sobre ética laboral pueden hacer la diferencia.
4. Nuevas formas de colaboración (chau verticalidad):
Basta del modelo vertical donde el “artista-director” delega y los demás ejecutan en silencio. Probemos modelos más horizontales, donde asistentes y colaboradores tengan voz creativa y, por qué no, también sean reconocidos como coautores.
5. Educación artística con perspectiva ética:
Empezar desde la formación artística puede cambiar la cultura desde la raíz. Que futuros artistas aprendan desde temprano a gestionar sus equipos con ética y equidad sería un verdadero game-changer.
6. Apoyo institucional (porque no todo es responsabilidad del artista):
Galerías, organismos culturales y coleccionistas también juegan un papel fundamental. Si la industria del arte valora y fomenta la transparencia y el trabajo colectivo, va a ser mucho más difícil seguir naturalizando la precarización.
En definitiva, acá nadie quiere romantizar la precariedad ni sostener modelos obsoletos. Se trata de pensar nuevas maneras de hacer arte: sostenibles, éticas y justas. Porque aunque el arte tiene su lado mágico, también es un trabajo. Y como en cualquier trabajo, quienes lo hacen posible merecen condiciones dignas.
¿Qué hacer frente a condiciones laborales injustas en el arte? (y no morir en el intento)
Si alguna vez trabajaste en el circuito artístico bajo condiciones injustas, seguramente te preguntaste: ¿qué puedo hacer yo, desde lo individual, cuando el sistema parece gigante e imposible de cambiar? Tranqui, no estás solo en esto. Acá van algunas ideas concretas que pueden ayudarte a cuidarte y, a la vez, empezar a mejorar este contexto tan complicado:
1. Hablá, nombrá y compartí lo que viviste
El abuso laboral en el arte muchas veces se sostiene justamente porque nadie dice nada. Si sentís que te invisibilizaron, explotaron o simplemente algo no fue justo, hablalo con colegas. Compartir experiencias—hasta sin dar nombres específicos—puede abrir conversaciones importantes que generen conciencia colectiva.
2. Buscá y armá redes de apoyo
No estás solo en esto. Hay colectivos, asociaciones y espacios dedicados a debatir estos temas. Unirte o formar comunidades con otros trabajadores del arte puede darte apoyo, consejos útiles y hasta asesoría legal en algunas situaciones.
3. Informate sobre tus derechos laborales (sí, en el arte también aplican)
Aunque el circuito artístico muchas veces parece un territorio sin ley, existen derechos laborales básicos que aplican para todo trabajador. Conocerlos puede ayudarte a negociar mejor, detectar situaciones injustas y saber qué límites podés poner.
4. Poner límites (aunque cueste un montón)
Decir “no” es difícil cuando necesitamos trabajo, pero aceptar condiciones abusivas solo perpetúa el problema. Siempre que puedas, preguntá claramente sobre honorarios, exigí transparencia sobre tu rol y negociá condiciones que sean justas para vos.
5. Reivindicá públicamente tu participación
Si trabajaste en una obra y te borraron de los créditos, ¡hacelo vos mismo! Publicalo en redes, ponelo en tu portfolio, hablá abiertamente de tu aporte. Si el sistema no te visibiliza, que eso no impida que tu contribución quede registrada.
6. Elegí y apoyá proyectos justos
Cuando tengas la posibilidad, sumate a trabajar con personas, espacios y proyectos que realmente valoren tu trabajo. Y si en algún momento vos liderás un proyecto propio, intentá construir un modelo laboral justo, donde todas las personas involucradas tengan el respeto y reconocimiento que merecen.
Cambiar las condiciones de precarización en el arte no pasa de un día para el otro, pero cada gesto, cada decisión y cada conversación consciente suma. Y si cada uno de nosotros deja de aceptar lo inaceptable, tarde o temprano el circuito va a tener que cambiar.
¿Tenés más ideas o experiencias para compartir? Te leo.
Un abrazo,
Julieta.